Me han pedido que escriba sobre la rapidez con la que comen los niños hoy día. Me comentaba el otro día una amiga que sus hijos en casa literalmente engullen. Esto bien vale una reflexión, ¿verdad? ¿Qué está pasando? ¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Se la transmiten el entorno, el sistema, internet, nosotros mismos o todo junto?

En los colegios, el alumno que tarda más de veinte minutos en comer ya no está entre los rápidos ni es de los primeros en salir a jugar al patio. El que tarda cuarenta es un lentorro y seguro que se pierde recreo. Hay que entender que en muchos colegios hay turnos de comida que hay que respetar a fin de poder dar de comer a entre 700 y 1500 niños.

Y ¿qué sucede luego en casa? Que siguen las prisas para llegar a todo, también las nuestras, que transmitimos inconscientemente. Por eso nos encontramos con niños que se sirven agua los primeros sin pensar en el de al lado, que reclaman el segundo plato o el postre nada más acabar el primero, acostumbrados como están a la inmediatez, y que se levantan corriendo de la mesa cuando aún tienen la boca llena de comida, con la servilleta hecha ya una bola en el puño cerrado. Pero ¿para ir adónde?

¿Qué pasaría si en casa las comidas durasen 10 o 15 minutos más? Nada, absolutamente nada. Bueno, sí que pasaría algo. Que serían más relajadas, nuestros hijos comerían más tranquilos, digerirían mejor, y eso fomentaría más el diálogo, la exteriorización sosegada de sentimientos y el intercambio de experiencias e impresiones. Y es que a la hora de comer no solo ejecutamos, masticamos y deglutimos…; a la hora de comer estamos. Estamos en lo que hacemos. Y estando, disfrutamos. No hay nada más que hacer que lo que estamos haciendo, ni lugar adonde ir que aquel donde estamos ya. Lo de después, para después.